A los bifes
Nunca pensé que iba a costarme tanto. Si hasta hacía un par de semanas se veía tan simple que ni siquiera le presté atención a cómo se hacía. Creo que nunca entré en detalle. No puedo recordar cuando fue la primera vez que lo hice, la primera vez que corté un bife. Pero hasta donde tengo recuerdos, siempre lo hice automáticamente, mecánicamente, sin detenerme a pensar los movimientos, cómo hacer que el filo del cuchillo atraviese la carne hasta separar un pedazo del resto.
Pero desde hace doce días no encuentro la forma. Perdí todo registro corporal sobre cómo cortar un pedazo de carne muerta sobre un plato. No es que mis manos o dedos no me respondan, sino que no sé qué señal debo enviarles. Pruebo pinchar con el tenedor, pero se me zafa. Me es imposible mover el cuchillo de forma que perfore la carne, que se vaya metiendo cada vez más profundo hasta llegar al vidrio frío. Apenas pude hacer un par de tajos desprolijos. Unos al bife, otros a mis dedos. Pero la carne sigue ahí en el plato, seca.
Intenté despreocuparme por el tema. Podía vivir comiendo cualquier otro tipo de comida. Porque el problema se me daba únicamente con él. Sin embargo, era difícil no pensar en ese plato en la heladera, envuelto en film transparente. Cada vez que abría la puerta blanca, la luz se encendía y mis ojos directamente se fijaban en él. A veces intentaba cortarlo, otras lo ignoraba comiéndome una fruta. Pero antes de dormir me sentía obligado a probar de nuevo, con final inútil. Y luego en la cama, mirando el techo, trataba de recordar los movimientos indicados, la presión exacta del tenedor, la coordinación con el cuchillo, hasta que me dormía.
Un sueño se repetía. Aves muertas en un campo con poco pasto, amarillo pasto. Tierra seca. Y pájaros muertos por todos lados. El cielo era medio verde. Despejado, sin pájaros. Las únicas aves que había estaban completamente duras en el piso. Yo pasaba a su lado y les veía el pecho colorado y los ojos cerrados. Caminaba un rato y llegaba a una especie de piletón. Un par de vacas tomando agua de él. Y el piletón lleno de agua trasparente, donde se reflejaba el cielo verde. Dentro del piletón, sobre el agua, decenas de pájaros muertos.
Ayer desperté distinto. Peor. El sueño había terminado en la misma parte, como siempre. Pero desperté con la garganta seca y exaltado, nervioso. Sin vestirme fui hasta la heladera y tomé la primera botella de agua que encontré. La tomé hasta la mitad. Y al guardarla vi el plato. Lo puse en la mesa y me senté con cuchillo y tenedor. Le arranqué el film y empecé a intentar. Estaba acelerado, extrañamente furioso. Cada vez que el cuchillo se me resbalaba sobre la carne, mas me enojaba. Ni me daba cuenta de que estaba tajeándome nuevamente los dedos. Clavé el tenedor con fuerza y sentí como los dientes del cuchillo chocaban torpemente contra él. Quise tirar el tenedor lejos y el bife cayó al piso. Lo pateé asustado, alejándolo hacia la puerta. Desesperado me abalancé sobre él. Con el cuerpo en el piso lo tomé con las manos y desesperado empecé a morderlo con los dientes. Estaba demasiado seco y me costaba arrancar un buen pedazo. Presioné con más fuerza los dientes y estiré el bife con las manos en sentido contrario y ahí logré cortarlo. Era una porción importante pero la metí en mi boca de todas maneras. Y sin tragar volví a morder el bife. Repetí la acción y logré cortar otra porción, ahora más pequeña. Realicé nuevamente la misma la secuencia, hasta llegar a meter casi la totalidad de la carne en mi boca. Se sentía el sabor de la sangre que había chorreado de mis dedos. Mastiqué lentamente, pero era imposible tragar. Empecé a escupir pedazos de carne por el piso de la cocina. Escupí todos, uno a uno. Luego me sentí aliviado. Miré los tajos en mis manos, y eran pequeños a pesar de la cantidad de sangre que habían derramado. Me recosté en el piso. Cerré los ojos. A los pocos segundos me dormí. No soñé con pájaros muertos.
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