sábado, 30 de agosto de 2008

Burocracia en los tiempos del burócrata

Todo necesita un papelito. Documentado. Por escrito. Todo se escribe, sella, firma, certifica, extiende, anula, permite, verifica y agota.
Seguramente nuestro sistema se encarga de que existan muchos trámites más de los que conocemos.
Aquí una breve suposición de lo que se debe esconder bajo muchos escritorios.

Permiso para renovar revistas de consultorio. Toda secretaria deberá presentarlo con su firma y la de su empleador ante un juez. Antes de ser aprobado el permiso, un comando de agentes irrumpirá en la sala de espera y revisará detalladamente los ejemplares que descansan en el revistero. Llevarán muestras (y testigos si es necesario) a un laboratorio, donde se evaluará que tan leídas han sido esas revistas. Científicos, abogados, periodistas y expertos en gráfica decidirán en una reunión privada cuál es la fecha exacta en que deberá renovarse el revistero analizado. Secretaria y empleador deberán acatar las órdenes pese a las quejas de los pacientes.
Que no quepa ni una duda: en la requisa que harán los agentes seguramente desaparezca más de un ejemplar. Pero todos saben que mejor no hay que decir nada, porque una queja puede extender la fecha de renovación. Y ahí agarrate de las patas.

Autorización para la realización del repulgue de empanada coincidente con lo que se ve en el folleto que viene adjunto a las mismas. La mayoría de los cocineros de las pizzerías y casas de empandas lucha por conseguir ésta autorización, pero son pocos los que han logrado enorgullecerse de tal hecho. Está terminantemente prohibido que un repulgueador no certificado imite correctamente el repulgue indicado. Para estar autorizado se realiza un exámen de yemas de dedo en Washington. Es analizado por expertos cheffs y manicuras del norte brasilero y desde allí se elabora un informe. Si consideran que el susodicho es apto, se lo envía a un entrenamiento en la selva misionera. Tiene 600 días para realizar una docena de repulgues de jamón y queso, media docena de carne y media docena de humita. Algunos se animan a realizar media docena de cebolla y queso, para poder extender la autorización dos años más. Una vez terminado el entrenamiento se les entrega la autorización que los habilita por cinco años a darle al pueblo lo que merece. Una empanada fácil de identificar. Una empanada que no va a ser mordida en vano.

Certificado de olvido de la persona amada. Se consigue. Difícil. Pero se consigue. Después de unos análisis de sangre, orina, pelo y aparato respiratorio, se somete al interesado a un baño de perfumes (varios aromas femeninos en el caso de querer el certificado para olvidar a una mujer, y al revés para viceversa). Luego del baño se intenta que la persona olvidante intente identificar el aroma de su persona amada. Si pasa la prueba, se le aplica el sello de la municipalidad que corresponda en las fosas nasales ante escribano público. Más adelante se lo encerrará en una habitación donde quince personas de distintos sexos y edades le dirán palabras de afecto, le recitarán poemas de Neruda y lo mirarán con ojos de perra en celo. Después se lo llevará a recorrer el mundo en bicicleta junto a monjas, y en cada capital se le realizará una celebración de bienvenida. Y se le entregará un documento firmado por el presidente de turno. Una vez de regreso se emborrachará al interesado y se lo enviará a una orgía sanadora. Todo esto certificado por escribano, claro está. Al termino de la orgía, una mujer (o un hombre, todo depende de los intereses del interesado) le llevará ek desayuno a la cama. Después de una serie de trámites más, se le preguntara al solicitante si recuerda algo de su persona amada. Si dice tres o más recuerdos (por ejemplo: nombre, domicilio y color favorito) , deberá comenzar los trámites nuevamente. Exceptuando lo de la orgía. En todo caso, se recomienda que pruebe con el Pedido de retorno de la persona amada que se ha ido por razones obvias.

jueves, 21 de agosto de 2008

El Dr. Vainilla ataca de nuevo

Al Dr. Vainilla no le gusta que lo ahoguen. Por eso despidió a sus tres últimas secretarias que le llenaban los horarios de pacientes. Al Dr. Vainilla hay que tenerle respeto. Y paciencia.
Tiene una hermana que vive en Italia. Pero se ven seguido. Él viaja a visitarla en avión. Después se toma un tren. Y dos colectivos. Se baja a dos cuadras. Y antes de llegar a la casa se peina el jopo. El Dr. Vainilla es muy coqueto. Por eso despidió a sus tres últimas novias que lo dejaban todo desarreglado luego de hacer el amor.
En un diario anota todo lo que le sucede en el fin de semana. Desde el viernes a la noche hasta la tarde del domingo. Cuando no le pasa nada no anota nada. Y cuando se equivoca no borra, tacha.
El Dr. Vainilla nunca izó una bandera, es su deuda pendiente con la patria. A pesar de eso se aprendió Aurora de memoria cuando estaba en segundo grado. Él tiene mucha memoria. Por eso despidió a sus tres últimas psicólogas cuando querían ahondar en los traumas de su infancia.
Si el Dr. Vainilla se enterara que detrás de su biblioteca hay una puerta que lleva a un sótano que tiene una lámpara que cumple deseos, seguramente no se anime a entrar. Y evitaría sacar el tema en cumpleaños y otras celebraciones.


Ahora todos tomamos lápiz y papel y dibujamos al Dr. Vainilla. No se puede borrar.

martes, 12 de agosto de 2008

Despierto entre las sombras

En lo de Tío Gabriel no se puede dibujar tirado en el piso. Porque dice que el pecho sobre la baldoza fría enferma, y que si se me va la mano le rayo todo. Tiene que ser en la mesa de la cocina sobre el mantel de hule tapado con un plástico que hace que se me hunda la punta del lapiz y se me agujeree toda la hoja. No puedo sacar todos los lápices a la vez de la cajita, para que no se pierdan, para que no ocupen espacio y para qué tanto escándalo, ni que fueras Picasso.
Tampoco se puede jugar con barquitos de papel. Ni bien uno propone la idea, Tío se pone rojo de furia sin poder explicarse que uno gaste papel en un barco que no hace viajar a nadie. Por más que uno explique la diminuta travesía él se cruza de brazos y niega con la cabeza. Antes solucionaba el tema dándonos papel de diario. Pero eran todas noticias amargas que hacían que el barco se hundiera rápidamente en un charco de lágrimas. Y era uno el que terminaba con los brazos cruzados mirando el empapelado, que se hacía ver como un material ideal para un barquito de papel.
La única vez que intente mojar una vainilla en el té, casi me hace un tapón en el oído de los alaridos que pegaba. Se enfureció totalmente. Por un tiempo me prohibió comer hasta no terminar el tecito. Después se fue ablandando, pero nunca llegó a permitirme poder humedecer ni una pobre masita. Aprovechando cuando se distraía escuchando el partido en la radio podría haberme arriesgado, si no fuera por su anciana costumbre de darse vuelta a cada rato para comentarme que Magayani tal cosa o que Cositevich tal otra. Y yo con cara de galletita seca le asentía.
Menos que menos se puede dormir en lo de Tío Gabriel. Porque la pieza es una para los dos, y el colchón que nos toca va al piso. La almohada que nos toca está casi vacía. Las frazadas que nos tocan tienen olor a pollo. Y el ronquido del Tío retumba en las cuatro paredes. No hace frío, es verdad. El aire es tan espeso que no hace frío. No hace nada. Y está la persiana. No cierra bien y por las rendijas se ven las luces de todos los autos que pasan y dibujan sombras en todas las paredes. Esa parte es divertida. Como si fueran manos chinas detrás de un farol, las sombras cuentan historias descabelladas. Me entretiene ver a un monstruo que se come un árbol y a los fantasmas como andando en calesita. De a ratos los personajes desaparecen por completo, y a lo lejos se escucha un motor que anuncia la llegada de algún caballo, avión o pura psicodelia. Es por eso que me gusta quedarme a dormir en lo de Tío Gabriel. Y saber que lo que menos se puede hacer allí, es dormir.

martes, 5 de agosto de 2008

J y Q

Cuando no revisás la pila de sánguches de miga para encontrar uno de jamón y queso y te animás a comer cualquier otro, es porque ya sos grande.
Yo por ahora no pierdo las esperanzas de que abajo de todo se encuentre alguno de jamón y queso, aunque sea de pan negro.