lunes, 27 de abril de 2009

La columna de después del fin de semana

Otra vez voy a usar la columna que me cede esta revista, que es sostenida por importantes políticos que están bancados por poderosas empresas que están entongadas con otras empresas que controlan a los más reconocidos gobiernos que seguramente manejan varias revistas como ésta, para hablar de algo que me pasó el fin de semana, y en lo que seguramente usted, lector, lectora, se verá reflejado, reflejada. ¿Quién no se ha comido un ocho alguna vez? Seguramente usted se está sonriendo y pensará en algun amigo o familiar que no se ha comido ningún ocho aún. Pero, vamos, todos sabemos que son los casos excepcionales. En un mundo tan comunicado (o como diría un amigo, supra-comunicado) es inevitable que uno no se coma un ocho de vez en cuando. De ahí a admitirlo hay un largo trecho. Pero yo, con mi mentalidad europea, puedo asumir que no solo me he comido un ocho este fin de semana, sino que lo he hecho en frente de mi señora y mis hijos (los cuales ya me han pedido que les prepare uno para la próxima salida). Hay que naturalizar el hecho. En España, sin ir más lejos, se está convirtiendo en tradición familiar salir los domingos a comer ochos a los parques públicos. No hay que hacer la vista necia al asunto. Hoy en día, en una sociedad tan consumista (o como diría la tía de un amigo, hiper-consumista) comerse un ocho en público es un acto necesario. ¿Quién no puede recordar su primer ocho? Yo tendría alrededor de doce años cuando salía del cine con el tío Oscar (que no es un tío sino un amigo de mi papá al que con mis hermanos siempre le dijimos tío, cosas de la vida) y de repente me invadieron unas ganas de comerme un ocho que no me aguantaba. Llegamos a casa, me encerré en la pieza y en cuestión de segundos, lo comí. La alegría que sentía era inigualable. Y guardé el secreto mucho tiempo hasta que en una reunión con amigos alguien sacó el tema. Recuerdo nuestras caras avergonzadas y el miedo de admitir lo obvio. Hoy en día muchos de esos amigos son ingenieros, otros médicos y algunos todavía no pudieron. Seguramente muchos de ellos comen los ochos a escondidas, sin saber que el mundo ya está preparado para que nos comamos los ochos con dignidad y decoro. En países como Inglaterra se han implementado planes en los colegios primarios para que los chicos descubran lo que es un ocho y cómo comerlo de manera sana. De esta forma se contiene al niño y se lo prepara para una vida adulta sin prejuicios. Pero de ahí a que en nuestro país alguien tome una iniciativa de ese tamaño, podemos esperar de brazos cruzados sentados en el cordón con los ojos cerrados, como semidormidos contando ovejas que saltan una cerca. Acá nadie hace nada. O hacen todo. Pero mal. Cuando se den cuenta que la solución empieza por permitirle a la gente ser feliz. Porque, seamos sinceros, ¿quién no quiere un mundo lleno de gente feliz? No digo que la felicidad empiece por el ocho, pero cuanto más humanos somos, más humanos seremos (o como diría la hija de un almirante que vivía cerca de una plaza, cuanto más humanos somos, más humanos vamos a ser). Personalmente puedo confesar que ayer por la tarde, mientras paseábamos con mi familia por el shoping center, no dudé ni medio segundo a la hora de comer mi ocho. Podrán tildarme de posmoderno, alternativo o provocador. Yo simplemente sigo mis instintos, que son los instintos del hombre contemporáneo.
Y usted ¿cuándo fue la última vez que se comió un ocho?

jueves, 23 de abril de 2009

Algo huele a pollo

Encontré en el teclado una pestaña que no era mía. Me asusté. Es un ciber, Rodolfo. No es para preocuparse. El otro día había un rulo en mi sopa. No va a comparar. No comparo, comento. Un rulo rojo. Era mío. Usted no es colorado. Era mío, me pertenecía. Yo lo había comprado hacía dos años a una muñeca rusa. ¿A una matrioska? Usted habla raro, tiene algo extraño en la forma de mover los labios. Es que los tengo paspados. Por la sal. Comí con mucha sal. Lo siento. Sinceramente lo siento mucho. Tampoco hagamos espamento de esto. Seguimos en un ciber, Rodolfo. ¿Tenés idea de quién será esta pestaña? Podría fijarme en las cámaras de vigilancia, pero no creo que valga la pena. Hacelo. Por favor.

(
el tiempo pasa)

¿Y?
Nada. Las cámaras no registraron a ningún cliente salir con una pestaña menos. Quizás sea mía. ¿Con cuántas pestañas entró? Esas cosas no se le preguntan a un caballero. Sepa disculpar. Lo sé hacer. He aprendido a perdonar. En esta vida todo se aprende. He tenido que pagar un curso para aprender a hacerlo. Disculpar no es fácil. Es verdad. Sólo es fácil cuando se paga una cuota mensual, como en este curso que le digo. Lo dictaban dos monjas. El otro día vi a cuatro monjas en un fitito. No me pregunte por qué, pero la imagen me causó gracia. ¿Qué? Eso, que las vi y me reí. Pero no con carcajada. Me sonreí. Y me reí por dentro. Me quiero ir. ¿Por? Porque veo tus intenciones. No quise ofenderlo. Le salió mal. Me retiro. Está bien. Son siete con cincuenta, de la máquina. Pero si no la usé. ¿No ve que tiene una pestaña? Pero esa pestaña es suya. No tiene pruebas. Si quiere que le pague me deja usar otra máquina primero. Pase por la doce. ¡Nacho! ¡Habilitame la doce!. Pase Rodolfo, pase por la doce.




(N. de la R. : cuando el autor dice "pestaña" obviamente no quiere decir "pestaña". Tampoco sabemos a qué se refiere. Creemos que Rodolfo tiene algo así como sesenta años. Pero en la versión de cine fue interpretado por un joven Raúl Tybo. O eso fue en teatro. No recordamos con exactitud. La versión completa de este material fue extraviada en una de las mudanzas que tuvimos que hacer de editorial en editorial. Creemos que en las siete hojas faltantes se explicaría un poco más el entorno y las circunstancias. Sin embargo creíamos importantísimo presentar este material pensando en el difícil momento que está atravesando nuestra nación. Si de algo nos enorgullecemos, como medio, es de estar siempre un paso adelante, dos al costado y tres para arriba. Felicitamos al autor, y extendemos un saludo enorme a su familia. Ayer comí pollo y me cayó medio mal. Ando flojo. Mañana o pasado voy al médico.)

lunes, 13 de abril de 2009

Canciones de hojas secas




Lo de acá arriba es "La Chanson de Prévert" de Serge Gainsbourg, interpretada por Kevin Johansen. La canción hace referencia a "Les feuilles mortes", canción de Jacques Prévert que acá abajo se puede escuchar intrepretada por Yves Montand.


martes, 7 de abril de 2009

Da la impresión

Era la pregunta esperable, pero quería evitarla por el momento. A su vez moría por conocer la respuesta. Esperó a que se tomaran otro fernet. Hablaron de los nuevos locales del centro, de lo lindo que se ponían los bares a esa hora y del viento que se estaba levantando. Él pagó el fernet, y Noe pasó al baño. Cuando se lavaba la cara se miraba al espejo y se inquietaba por esa marca, esa cicatriz. Nacía desde la comisura derecha del labio y subía por la mejilla. Generaba una pequeña mueca de comprensión. Como un labio que se sonreía de costado tímidamente. Era una cicatriz obvia, que se notaba a primera vista. Se hundía en la mejilla cómodamente. A Noe le llamaba la atención. Quería saber por qué esa marca.
Cuando salió del baño él la estaba esperando con el pullover en la mano, parado en la puerta del bar. Caminaron por la vereda húmeda abrazados, para luchar contra el viento que les venía de contramano. Las hojas pasaban a su lado como escapando de algo más que del viento. Adrián le contó cómo en el campo le temían a estos ventarrones. Mezcló historias de animales corriendo asustados con cómo había visto volarse el techo de los vecinos cuando era chico. Allí Noe imaginó un pedazo de chapa siendo arrastrada por el viento hasta llegar a la cara de Adrián, golpeándose contra su labio, abriéndolo. Sangre sobre el pasto y caballos corriendo. El grito de los vecinos al ver la mueca desfigurada. Pero al fin era una herida mínima comparada con la gravedad del incidente. Una huella débil, pero muy presente, de lo que podía haber sido una tragedia. Mientras tanto Adrián ya estaba abriendo la puerta de su casa.
Noe no se sorprendía de estar allí. Si bien lo poco que habían hablado en el bar no justificaba esa apropiación del espacio ajeno, Noe se sentía con derecho a pasearse por esa casa. Observaba las fotos que colgaban en la pared y no prestó mucha atención a la colección de discos. Adrián la esperaba en el sillón mientras fumaba un cigarrillo. No podía hacer mucho ante la negativa de tomar algo, picar algo, escuchar algo. Noe se detuvo en una foto de un muelle. Una mala iluminación solo permitía ver las siluetas de unos pescadores, con sus cañas y pescados. Una calidad angustiante la de la imagen, no ameritaba estar expuesta en la pared por más importante que haya sido la anécdota. "Esos son mis primos. Un día de pesca bastante olvidable" remató él desde el sillón. Noe no pudo evitar pensar en un anzuelo enganchado por error en la boca de Adrián, en los primos gritando a su alrededor pidiendo por un médico, en el grito desgarrado de dolor cuando alguien le arrancó el anzuelo de un tirón. La enfermera en el hospital evitando provocarle mucho dolor, mientras los tíos esperaban en el pasillo blanco. Lo miró, él en el sillón terminando el cigarrillo. El filtro pegado entre sus labios acercándose al borde, a la sutura. Humo cubriendo levemente su rostro. Disfrazándolo con una máscara semitransparente. La mano de Adrián sobre el sillón, invitándola a sentarse.
Esa herida no era muy diferente a la de Ramiro. Es decir, era completamente diferente en su forma y en su ubicación, pero por algo no dejaba de ser casi la misma cicatriz. La de Ramiro cruzaba la palma de su mano izquierda. Se la había hecho intentando atravesar un alambrado de chico, en la casa que tenía en Tolosa. Esa mano era lo que le había llamado la atención a Noe. Le había despertado un instinto maternal, o un instinto de asistente de salita de barrio. Esa vez el momento de la pregunta esperable no se hizo tardar. Ramiro contó lo del alambrado despertando un tierno interés en Noe, que exageraba sus gestos de preocupación a medida que escuchaba la historia. Como si fuera una gitana le observaba la palma y tocaba la herida como si estuviese fresca. Él la dejaba que jugara con su mano, que la acariciara en el cine, en la cama.
Adrián pasó su mano por la cintura de Noe y ella se acomodó en el sillón de cuero. Se escuchaban unas gotas de como si lloviera pero no llovía. Él le acarició la espalda y ella, con su mano nerviosa, lo tomó del cuello. Unos dedos tímidos se acercaron a sus labios, que el besó suavemente. Adrián se acomodó en sillón para acercarse, Noe suspiró y acercó su rostro. Se besaban mientras ella pensaba en su labio, en más allá de su labio. En la línea profunda, la cicatriz, la sensación horrible de que algo le arrancara la mejilla, el dolor de la aguja cociendo la piel, la mano apretada a la sábana, algo de sangre, algunas lágrimas de dolor. Y ahí estaba ella. Besándolo con angustia, como si abrazara a un chico indefenso. Apretando sus labios contra su mejilla para sanarla. Adrián le seguía el juego y la recostó sobre el sillón sin dejar de besarla. Adrián no sabía que le seguía el juego pero sí que la recostaba sobre el sillón sin dejar de besarla.
Semidormidos se miraban a los ojos. Agotados. A él se le cerraban los ojos mientras ella con su índice le recorría la cara. Le peinó las cejas. Le rascó la nariz. Le secó los labios. No aguantaba un segundo más. Se animó antes de que se durmiera del todo. “¿Cómo fue?”. Él hizo el gesto de abrir los ojos sorprendido pero sin abrirlos demasiado porque seguía como si durmiera. “Que cómo te hiciste esta lastimadura”. Adrián siguió en su estado somnoliento emanando un quejido que sonó a pregunta. Noe puso la yema del índice en la comisura y siguió el recorrido hasta el centro de la mejilla derecha. “¿Qué pasó?”. Adrián como que rió incrédulo. “Nada. No pasó nada” murmuró. Y después durmió. Noe se acomodó a su lado, de espaldas. Cerró los ojos. Y otra vez imaginó. Ahora era una pelea de pareja. Adrián que gritaba en caliente, con la cara roja y una vena en el cuello que parecía que iba a explotar. Un grito, un golpe a una pared. La mano de Adrián tomando el brazo de la chica y ella que se intenta zafar. Él la mira con ojos de enojo. Ella que se asusta y lo empuja contra una pared, pero él tropieza contra la mesa y se golpea contra la puerta ventana. De ahí el vidrio que se rompe y cristales por todos lados. Unos pequeños que se le clavan en el brazo, otros sobre la mesa y la mejilla que le sangra, el labio también. Silencio. No hay grito de dolor ni llamen a un médico. Adrián que se arrodilla asustado por la sangre que ve caer, Noe que se le acerca asustada para intentar ayudarlo. Con cuidado lo levanta para acostarlo en el sillón y toma su celular para llamar una ambulancia.