jueves, 9 de diciembre de 2010

Mil y una noches después

Algo hay diferente en tu forma de abrazar el vaso. En tu manera ebria de sonreir. En tu debilidad por la carcajada. La poca delicadeza al caerte en mi cama, la fugacidad del cierre relámpago. Y el placer desinteresado para acariciarme hasta el último segundo. Algo hay diferente en tu forma de ya no quedarte. En tu descuido por el lado de tu cama. En el reconocimiento de que esto es todo. El sincero beso en la mejilla, la sonrisa sobria y la mano estirada para detener un taxi.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Pegarse un baño

Pegarse un baño, pero que duela. Que los chorros de agua se claven en la espalda con violencia y dejen marcas rojas en la piel. Que el jabón arda y la esponja raspe. La piel se irá saliendo de a poco, por lo cual es conveniente estar atento a no tapar la rejilla. Que el shampoo se meta en los ojos y los dedos enjabonados no puedan hacer nada para limpiarlos. Las pupilas quedarán ardidas y brillosas y sólo se verán haces blancos. Que la crema de enjuague se espese y pegotee en todo el cuero cabelludo. Que haya que arrancarse los pelos de a montones para poder quedar limpio. Tragar agua caliente y jabonosa que incendie los labios y la lengua. Quitarse la mugre de las uñas con un cepillo de cerdas filosas, que deje los dedos manchados de sangre y Palmolive. Que se empañe todo, que el vapor asfixie, que el piso se humedezca y sea probable resbalarse al primer paso. Que los chorros de agua insistan con penetrar la espalda. Y que el agua salga cada vez más caliente, incluso cuando se abra la canilla del agua fría. Aún más cuando se intente cerrarla. Pegarse un baño para terminar con moretones y frutillas en las rodillas, con poco pelo, con la boca roja, derrotado por knock out. Ponerse el pijama y arrojarse sobre la cama.

jueves, 1 de abril de 2010

Reconciliación

Así es, de vuelta en el centro. Y hay olor a podrido. En los puestos del diario, revistas. En la esquina un tipo rojo, arriba, y un tipo blanco, abajo, salen y entran a escena. En el cine la cola es larga. Más larga. Y más larga. Algo regalarán. Me acerco. Hago la cola. Compro una entrada. Entro a la sala. Veo cine. Lindo cine. Salgo del cine. Te encuentro. Estás en la puerta de los videojuegos. Nos vemos. Me siento al lado tuyo. Empieza el viento.
No es necesario entrar a tu departamento, podemos hablar en la entrada. Está bien. Hacés mates mientras te cuento la película. Linda película. Vos me contás de los arreglos que le hiciste al departamento y yo noto que son varios. Es otro. Las paredes no tienen los mismos colores, y los espejos cambiados de lugar reflejan otra cosa. Me siento cómodo aunque ya sepa que nada recuerda a mi ahí. Por un rato no hablamos de nosotros. Por un rato largo. Hasta que se lava el mate. Y suena el viento.
Bajo al kiosco a comprar puchos y tardo un rato en cruzar la calle. Pleno centro. Espero que el flaco termine de atender a una señora y veo pasar el micro. Pienso en tomármelo con las monedas de los cigarrillos. Subir y volver a casa, a la periferia. Al otro mundo. A la paralelidad dónde no se si vos estás o no cebando mate frente a un espejo u otro. Un Viceroy común, hoy no tengo mucha plata. Y de nuevo a intentar cruzar la calle. Y a tocar timbre. Porque no hay más mi juego de llaves. Digo mi voz al portero eléctrico, empujo la puerta y dejo la calle del centro con folletos arrastrados por el viento.
Llego. Mate renovado. Un par de frases cotidianas antes de empezar una charla estreno. Entre frases repetidas en mi cabeza muchas veces, y otras que empiezan a nacer de pronto, te explico lo que te extrañé. Después te explico lo que te odié. Lo que te mentí, lo que te lloré y lo que te olvidé. Mientras tanto vos te desarmás en excusas inútiles, y te sincerás al extremo. Todo tan crudo como si estuviésemos desnudos. No había nada más necesario que ese vómito guardado. Lloro más que vos, que te la bancás no sé cómo. Terminamos tomados de la mano mirándonos a los ojos. Ojos nuevos, o los mismos ojos viejos bien lavados. No hay beso, que yo había pensado que habría. Hay un abrazo fuerte. Un hasta luego verdadero. Y un aire liviano, un aire liviano que limpia por completo la casa. Que le quita el olor a podrido al centro. A eso fui. A entregarte en un aire todas las palabras que se había llevado el viento.

lunes, 1 de febrero de 2010

Pow, me parece que acá perdiste

"Podés llamarme Pot" dijo Pot antes de irse, y la frase quedó pegada en el marco de la puerta. Di juntó fuerzas para levantarse del sillón y con una espátula despegar la oración de la madera, rezando no dañarla y que nadie se entere de lo sucedido. Pero sonó el teléfono. Y corrió a atender.
-Diga.
Del otro lado una respiración agitada y grave que notoriamente se hacía escuchar.
-¿Otra vez usted? Basta. O habla o le corto.
-No me vas a ganar. Te hablo y te corto.
Y cortó antes de que Di pudiera hacerlo primero. De todos modos se sentía satisfecha de haber podido oír esa voz. Un hombre. De más de 25 años. Fumador. O recién levantado. Aunque a esa hora de la noche... despertarse... Capaz se levantaba para ir a trabajar, porque trabaja de noche. En la redacción de algún diario. O turno nocturno en el bingo. Podía ser un sereno. El del edificio de a la vuelta. Que cada vez que la ve pasar la silba. Seguramente consiguió su teléfono para poder llamarla y atozigarla por ahí. Silbarla en la calle, jadearle al teléfono... era posible que también fuera el mismo hombre que le dejaba una rosa en el buzón todos los jueves. ¿Y qué tal del pesado earthandwater@msn.com que insistentemente la quería agregar entre sus contactos? No bastaba con ignorar su petición todas las semanas que seguía insistiendo. Di no quería pensar más en eso. Si todos sus acosadores eran el mismo o distintas personas era prácticamente igual. Nunca iba a ceder. Y en caso de que la cosa se pusiera fulera, Pow la iba a rescatar. Su novio la podía salvar de toda amenaza. Ella lo sabía.
Vuelve a sonar el teléfono y atiende sin analizarlo previamente.
-Diga.
-Somos de la casa de empanadas.
-Aha.
-¿Qué va a pedir?
Di dudó. Por un instante creyó que ella había llamado, pero... Recordó los últimos cinco segundos y el sonar del teléfono seguido de su automático "-Diga". Claramente, ella no había llamado.
-Disculpe señora, usted pide todos los días. Nos pareció raro que aún no se hubiera comunicado y decidimos...
-No, no. Ya me arreglaron el horno. ¿Gracias?
Colgó. Se dio cuenta que estaba sudando y la mano le temblaba. Ahora también la asediaban los locales de comida. ¿O acaso era el mismo acosador que la acosaba? No coincidía la voz de pucho del jadeador con la voz femenina que la acaba de llamar. ¿Sería una pareja de acosadores? Él, el sereno del edificio, fumador y silbador. Ella, la telefonista de la casa de empanadas, recolectora de rosas para su buzón. Él, la tierra. Ella, el agua. Ambos earthandwater. Era una probabilidad.
Abrió la heladera. Tenía que re-estrenar el horno recién arreglado. Una tarta con mucho queso era la mejor opción. Casi la única. Porque la lata de atún había estado venciendo esos últimos tres meses.
Golpearon el piso. O el techo. Eran los vecinos de abajo que no encontraban forma más sutil de pedirle que baje el volumen del televisor. Di tuvo que acercarse al aparato para confirmar que estaba apagado. Volvieron a golpear. Y otra vez. No era normal. Se puso unas pantuflas y salió del departamento. No quería esperar el ascensor, así que bajó con normalidad la escalera. Les tocó el timbre. Espero. Espero. No atendían. Volvió a tocar el timbre cuando del C salió la señora Baterwear.
-Están de viaje.
-Pero golpearon el piso. Mi piso. Su techo.
Baterwear se encogió de hombros. Y luego se encogió de cuerpo. Hasta quedar tan diminuta que pasaba por el agujero de la cerradura. Aunque prefirió arrastrarse por debajo de la puerta para no golpearse al saltar. Di esperó. Baterwear volvió, se agigantó de hombros y luego de cuerpo, hasta una estatura normal.
-No hay nadie en la casa.
-¡Demonios!
-Pero han dejado un dispositivo que golpea el techo de su casa. Y el piso de la suya.
Di suspiró aliviada de haber encontrado una razón para lo sucedido y no tener que considerarse demente. Agradeció a la señora Baterwater, que la corrigió diciéndole que se apellida Baterwear y Di pensó "en qué estaré pensando" y subió la escalera.
Antes de entrar a su departamento notó que la puerta estaba entornada. ¿La dejé así? ¿La dejé asá? Otra vez se puso nerviosa. Encendió la luz y notó que en el marco de la puerta ya no se encontraba el "Podés llamarme Pot" que Pot había pegado antes de irse. Observó con detenimiento y se notaban las marcas de unas uñas que habían arrancado la frase. Di estaba asustada. En el living no parecía haber cambiado nada más. El aire no parecía haber sido respirado por otra persona. Pero no se animaba a visitar las otras habitaciones. Decidió irse lentamente caminando de espaldas. Salió al pasillo y cerró la puerta con llave. Fuere quien fuese quien hubiese entrado a su departamento, no iba a salir tan fácil. Tomó su celular y buscó a Pow en la agenda de contactos. Lo llamó. Espero que sonara una vez y le cortó. Quería bajar a buscar a la señora Baterwear para que se encogiera y entrara a la casa y a la vez no se animaba a abandonar la puerta de su vista. Sonó su teléfono, era Pow.
-Diga
-Pow habla.
-Amor, alguien entró al departamento.
-¿Mio o tuyo?
-A mi departamento. ¿Podés venir?
-Imposible.
-Pero tengo miedo - era verdad, tenía miedo. Sudaba y temblaba. Eso era miedo.
-Trabajando.
-Cuando salgas. Cuando salgas vení.
-Imposible. Cansancio.
Di cortó. Se sintió un poquín defraudada. Acercó su oreja a la puerta para intentar oír algo. Se escuchaba un ruido fuerte, como un golpe seco. Podía ser la tele, pero recordaba haberla apagado. Aunque... Su respiración no era. Se le ocurrió que podía ser el golpe automático que los vecinos de abajo habían programado. ¿Y si no era? Era. Pero, ¿y si no era?
De todas formas no había juntado el coraje suficiente como para entrar. Tuvo una idea. Había alguien que podía ayudarla: el técnico que le arregló el horno. Se había ofrecido a "cualquier cosa que necesite". ¿Dónde había guardado el teléfono? ¡Demonios! Le había dado un imán, que seguramente estaba en la heladera. Odiaba que la señora Baterwear no estuviera cuando se la necesitaba. Intentó usar la memoria. Casi se desmaya. Pero tuvo un recuerdo. El teléfono empezaba con cuatro cinco uno, cero seis ¿nueve uno? Probó. Para su sorpresa se equivocó. Es decir, era probable que se equivocara, pero, casualmente, era el teléfono de la casa de empanadas.
-¿Se arrepintió? ¿Compra? ¿Lleva? ¿Cuántas docenas?
-Disculpe, equivocado, lo siento, no compro, no llevo, ninguna docena.
Cortó y suspiró aliviada por cuarta vez, aproximadamente. Adentro de su casa no estaba la acosadora de la casa de empanadas. Lamentaba haber vuelto a tener contacto con ella y justificar, a partir de ahora, cualquier tipo de acoso de su parte. Qué lastima equivocarse así, llamar a tu acosador por equivocación. Cuatro cinco uno, cero seis, nueve ocho. Se acordó de repente. Y llamó.
-Potin Darrúa, técnico en hornos y lavavajillas.
-Soy yo. Di. Usted me dijo que podía llamarlo cuando estuviera en peligro.
-¿Qué sucedió? ¿Voy para allá?
-Por favor, Sr. Potin. Por favor.
-Podés llamarme Pot.
La media hora, o menos, que tardó en llegar en su camionetita, Di estuvo de pie observando su puerta. De a ratos se acercaba a escuchar, pero no oyó más que un par de golpes y un "Ay!", que bien podía ser del televisor. Era un "Ay!" yankee. O eso parecía.
-¿Rompo la puerta?
-No es necesario. Tengo llave.
Pot abrió la puerta con cuidado. Mantenía su mano derecha estirada hacia atrás, para que Di mantuviera distancia. En el comedor nada. El televisor apagado le llamó la atención a Di, que sospechaba haberlo dejado encendido. Se oyó un golpe que venía de la cocina. Pot pegó un salto karateka al aire. "El atún cobró vida. Tendría que haber tirado esa lata ni bien se venció", pensó Di.
-Quedate acá
Di se sentó en el sillón. Pot se acercó a la puerta de la cocina con una llave de tuercas sostenida con ambas manos. Pegó un salto y entró cual ninja. La actitud de saltar le gustaba, le daba un tinte policial a la situación. Medio cuerpo de un hombre, exactamente la mitad inferior, se encontraba fuera del horno. El resto del cuerpo se movía dentro, y golpeaba fuertemente con un martillo.
-Dejá a ese horno en paz.
Al escuchar eso Di se acercó a la cocina corriendo. Llegó justo cuando el hombre salía del horno con las manos arriba, o el horno lo vomitaba lentamente. Pot saltó sobre él, y sin soltar la llave de tuercas, le ató las manos en la espalda. El hombre levantó la cabeza y observó a Di. Silbó.
-¡El sereno! ¡Es el sereno! - se desesperó Di. Y sudó y tembló.
El acosador había sido descubierto, con las manos en la masa. Intentaba romper el horno para que Di se comunicara nuevamente con la casa de empanadas. ¿Los vecinos de abajo? Eran ellos desde hacía cinco años. Di nunca los había visto.
Por suerte el comisario comprendió todo lo sucedido y se llevó al sereno a la cárcel y prometió encontrar a la telefonista, quien se había fugado hacía unas horas.
Pot cubrió a Di con una manta, para que dejara de temblar mientras tomaba el café.
-Creo que me voy a ir.
-No quiero estar sola. No hoy.
-Ya va a venir tu novio.
-Pow... Pow va a tener que escucharme.
Pot no pudo más que sonreír. Sabía que no podía hacer más de lo que ya había hecho. La besó en la mejilla, mientras ella se recostaba en el sillón.
-Potin, antes de irte, ¿me apagás el televisor?
-Podés llamarme Pot.

sábado, 30 de enero de 2010

Arde antes de apagarse o quema y se enciende



Una vez en el tren se me puso a hablar una señora. El tren estaba lleno de personas que habían ido a manifestar y volvían a sus casas. Apretados todos entre bombos, ollas, banderas; yo al borde de la puerta, al menos recibía algo de viento en la cara. La señora me comentó a qué habían ido y parte de las cosas que estaban sucediendo en su ciudad y, en general, en toda la provincia. ¿Y vos? Yo nada. No se mucho del tema, ni estoy involucrado en política. Pero sí. En realidad sé. Porque lo que ella me contaba yo lo podía saber, lo podía suponer. Y si no sabía eso, sabía, sé, otras cosas. Pero no, no participaba.

Otra vez se me puso a hablar otra mujer. También en el tren. Más mayor en este caso. Recuerdo que hasta me dijo dónde vivía y que podía pasar a visitarla cuando yo quisiera. Cuando le conté que era actor me dijo "de comedia, ¿no?. Con esa cara en el drama no te veo". Me hizo reír. Me gustaba lo suelta que hablaba, desfachatada y sin filtro. La palabra desfachatada me parece de ficción. Más que nada me imagino que se usa en obras o cuentos infantiles. Debe ser porque suena graciosa.

En la cola del cine para ver Titanic la señora de atrás me corrigió cuando dije que me había gustado (en el trailer, naturalmente) la parte en que media parte del barco se cae al agua. Sería la popa, o la proa, no recuerdo. La señora, entre risas, me indicó que el barco no se "cae" sino que se "hunde". La miré, le sonreí y volví a hablar con mis amigos. La señora se equivocaba. Parte del barco se hunde, la otra parte se eleva dejando al trasatlántico casi en vertical. La parte superior que está fuera del agua, se quiebra y cae al agua. Luego se hundirá seguramente. Pero primero cae. Ojalá esa mujer lea esto y le quede claro lo que quise decir.


Es proable que escriba algo interesante la próxima, o la próxima, o la próxima. Por ahora dejemos ver que pasa con estas confesiones inconexas de mi vida privada. Al fin y al cabo es un blog.

viernes, 29 de enero de 2010

Sobra

En las noches de Howard y Derek llega un momento en que hay un brazo que sobra. Ese que queda atrás de la otra espalda, y que en algún momento se duerme, se cosquillea todo y molesta. Para quitarlo hay que tener extremo cuidado en no despertar al otro, al dueño de la espalda. Derek, quien suele ser la víctima, despega su brazo con delicadeza. Una vez salvado, ese brazo tarda en recuperar su sensibilidad. Cuando lo hace ya no sabe dónde ubicarse, porque no puede abrazar como el otro, y quedarse de costado le es medio molesto. Entonces se ubica hacia arriba, medio doblado esperando a incomodar de nuevo.
A veces es el brazo de Howard el que se aplasta bajo la espalda de Derek. Pero Howard es más brusco y no teme en despertar a su partenaire de lecho. Lo que provoca una pequeña discusión de madrugada que ambos olvidan al amanecer, donde seguramente Derek sienta su brazo ahogado.
Una mañana Derek tomó una deteminación. En el desayuno, mirándo fijamente a los ojos de Howard le dijo que planeaba cortarse el brazo. Él rió nervioso, creyendo que se trataba de una broma. Pero la detallada explicación de los pasos a seguir le hicieron dar cuenta de que hablaba en serio. Primero anestesiarlo (quizás aprovechar la mañana, que la extremidad ya se encuentra adormecida), luego marcar con un fibrón unas líneas donde empieza el hombro. La parte más difícil le tocaba a Howard, naturalmente. Él debía empuñar el hacha (o la sierra) para realizar el corte sobre las líneas puntadas. Después, una buena cocida y limpiar un poco la sangre. No se necesitaba ser un expeto. Howar dudaba. Dudó toda una semana. Hasta que una noche Derek le pidió de no dormir abrazados. Se acostaron a una distancia relevante, pero inevitablemente, sus cuerpos acostumbrados se plegaron en uno, con el brazo de Derek bajo la espalda de Howard. Derek quita su brazo dormido y decide dormir sentado frente al escritorio. Howard le pide que vuelva a la cama, pero él no quiere. Howard insiste. Derek lo mira con media sonrisa, y luego mira su hombro. Howard sale de la habitación y vuelve con el hacha y un delantal blanco de carnicero.
Fueron tres semanas en las que durmieron sin brazos de sobra. Derek abrazaba unimembremente a Howard y podían descansar tranquilos. Mientras no fuera Howard el que quisiera abrazarlo, ya que ahí se veía obligado a colocar su brazo bajo la espalda y otra vez...
Las habilidades del brazo de Derek habían avanzado velozmente. Se las había rebuscado para pelar papas, tipear en la compu y aplaudir la maniobra del piloto al aterrizar el avión. Sin embargo extrañaba. No su brazo, que había sido reemplazado hábilmente por el vacío, sino los abrazos de Howard. Esos abrazos en la cama, que no eran muy comunes, y que terminaban con la torpeza de Howard arrancándolo de su lugar en medio de la madrugada. Esos abrazos ya no existían. Ahora era él el encargado oficial del abrazo nocturno. Un día lo esperó sentado en la cocina a que llegara de trabajar. No podía evitar su angustia, su malestar por haber perdido más que su brazo, sino que también los de Howard. Iba a confesarle su dolor, a rogarle que se animara a quedarse con uno solo también, le iba a mentir sobre los beneficios y el poco dolor. No fue necesario. Howard volvió sin su brazo izquierdo y con la huella de la manga del saco arrancada. Derek se quedó boquiabierto. Howard, sin tristeza, le contó el accidente con el tren, mientras cruzaba la vía con el walkman a todo volúmen. Rieron hasta el llanto y se tiraron en la cama para abrazarse. Howard abrazó a Derek y se durmieron sonrientes. A los diez minutos Howard se levantó porque se dio cuenta que no había cenado. En la heladera no había nada. Despertó a Derek para preguntárle porqué no había nada allí. Derek se molestó por la forma patotera. Howard amenazó con agarrar su auto e ir a comprar algo. Derek se burló de que no iba a saber manejar así. Howard pateó una silla, que golpeó un minicomponente, encendiendo la radio desde donde se empezó a escuchar una melodía de jazz. Derek pidió perdón por no haber comprado nada. Pero le aseguró que en la alacena debía haber algo de arroz, o fideos. Y se volvió a dormir. Howard estuvo catorce horas intentando hacer los fideos con su único brazo. Harto llamó al delivery. Le trajeron milanesa con fritas. Derek se despertó y almorzaron juntos. Sin apagar la radio, que sonaba de fondo tapando el silencio.

sábado, 23 de enero de 2010

Notificación:

Las pilas del blog ya están cargadas. Ahora solo falta ver en qué invertimos su energía. Intentemos no agotarlas antes de mitad de año.

La casa.