lunes, 1 de febrero de 2010

Pow, me parece que acá perdiste

"Podés llamarme Pot" dijo Pot antes de irse, y la frase quedó pegada en el marco de la puerta. Di juntó fuerzas para levantarse del sillón y con una espátula despegar la oración de la madera, rezando no dañarla y que nadie se entere de lo sucedido. Pero sonó el teléfono. Y corrió a atender.
-Diga.
Del otro lado una respiración agitada y grave que notoriamente se hacía escuchar.
-¿Otra vez usted? Basta. O habla o le corto.
-No me vas a ganar. Te hablo y te corto.
Y cortó antes de que Di pudiera hacerlo primero. De todos modos se sentía satisfecha de haber podido oír esa voz. Un hombre. De más de 25 años. Fumador. O recién levantado. Aunque a esa hora de la noche... despertarse... Capaz se levantaba para ir a trabajar, porque trabaja de noche. En la redacción de algún diario. O turno nocturno en el bingo. Podía ser un sereno. El del edificio de a la vuelta. Que cada vez que la ve pasar la silba. Seguramente consiguió su teléfono para poder llamarla y atozigarla por ahí. Silbarla en la calle, jadearle al teléfono... era posible que también fuera el mismo hombre que le dejaba una rosa en el buzón todos los jueves. ¿Y qué tal del pesado earthandwater@msn.com que insistentemente la quería agregar entre sus contactos? No bastaba con ignorar su petición todas las semanas que seguía insistiendo. Di no quería pensar más en eso. Si todos sus acosadores eran el mismo o distintas personas era prácticamente igual. Nunca iba a ceder. Y en caso de que la cosa se pusiera fulera, Pow la iba a rescatar. Su novio la podía salvar de toda amenaza. Ella lo sabía.
Vuelve a sonar el teléfono y atiende sin analizarlo previamente.
-Diga.
-Somos de la casa de empanadas.
-Aha.
-¿Qué va a pedir?
Di dudó. Por un instante creyó que ella había llamado, pero... Recordó los últimos cinco segundos y el sonar del teléfono seguido de su automático "-Diga". Claramente, ella no había llamado.
-Disculpe señora, usted pide todos los días. Nos pareció raro que aún no se hubiera comunicado y decidimos...
-No, no. Ya me arreglaron el horno. ¿Gracias?
Colgó. Se dio cuenta que estaba sudando y la mano le temblaba. Ahora también la asediaban los locales de comida. ¿O acaso era el mismo acosador que la acosaba? No coincidía la voz de pucho del jadeador con la voz femenina que la acaba de llamar. ¿Sería una pareja de acosadores? Él, el sereno del edificio, fumador y silbador. Ella, la telefonista de la casa de empanadas, recolectora de rosas para su buzón. Él, la tierra. Ella, el agua. Ambos earthandwater. Era una probabilidad.
Abrió la heladera. Tenía que re-estrenar el horno recién arreglado. Una tarta con mucho queso era la mejor opción. Casi la única. Porque la lata de atún había estado venciendo esos últimos tres meses.
Golpearon el piso. O el techo. Eran los vecinos de abajo que no encontraban forma más sutil de pedirle que baje el volumen del televisor. Di tuvo que acercarse al aparato para confirmar que estaba apagado. Volvieron a golpear. Y otra vez. No era normal. Se puso unas pantuflas y salió del departamento. No quería esperar el ascensor, así que bajó con normalidad la escalera. Les tocó el timbre. Espero. Espero. No atendían. Volvió a tocar el timbre cuando del C salió la señora Baterwear.
-Están de viaje.
-Pero golpearon el piso. Mi piso. Su techo.
Baterwear se encogió de hombros. Y luego se encogió de cuerpo. Hasta quedar tan diminuta que pasaba por el agujero de la cerradura. Aunque prefirió arrastrarse por debajo de la puerta para no golpearse al saltar. Di esperó. Baterwear volvió, se agigantó de hombros y luego de cuerpo, hasta una estatura normal.
-No hay nadie en la casa.
-¡Demonios!
-Pero han dejado un dispositivo que golpea el techo de su casa. Y el piso de la suya.
Di suspiró aliviada de haber encontrado una razón para lo sucedido y no tener que considerarse demente. Agradeció a la señora Baterwater, que la corrigió diciéndole que se apellida Baterwear y Di pensó "en qué estaré pensando" y subió la escalera.
Antes de entrar a su departamento notó que la puerta estaba entornada. ¿La dejé así? ¿La dejé asá? Otra vez se puso nerviosa. Encendió la luz y notó que en el marco de la puerta ya no se encontraba el "Podés llamarme Pot" que Pot había pegado antes de irse. Observó con detenimiento y se notaban las marcas de unas uñas que habían arrancado la frase. Di estaba asustada. En el living no parecía haber cambiado nada más. El aire no parecía haber sido respirado por otra persona. Pero no se animaba a visitar las otras habitaciones. Decidió irse lentamente caminando de espaldas. Salió al pasillo y cerró la puerta con llave. Fuere quien fuese quien hubiese entrado a su departamento, no iba a salir tan fácil. Tomó su celular y buscó a Pow en la agenda de contactos. Lo llamó. Espero que sonara una vez y le cortó. Quería bajar a buscar a la señora Baterwear para que se encogiera y entrara a la casa y a la vez no se animaba a abandonar la puerta de su vista. Sonó su teléfono, era Pow.
-Diga
-Pow habla.
-Amor, alguien entró al departamento.
-¿Mio o tuyo?
-A mi departamento. ¿Podés venir?
-Imposible.
-Pero tengo miedo - era verdad, tenía miedo. Sudaba y temblaba. Eso era miedo.
-Trabajando.
-Cuando salgas. Cuando salgas vení.
-Imposible. Cansancio.
Di cortó. Se sintió un poquín defraudada. Acercó su oreja a la puerta para intentar oír algo. Se escuchaba un ruido fuerte, como un golpe seco. Podía ser la tele, pero recordaba haberla apagado. Aunque... Su respiración no era. Se le ocurrió que podía ser el golpe automático que los vecinos de abajo habían programado. ¿Y si no era? Era. Pero, ¿y si no era?
De todas formas no había juntado el coraje suficiente como para entrar. Tuvo una idea. Había alguien que podía ayudarla: el técnico que le arregló el horno. Se había ofrecido a "cualquier cosa que necesite". ¿Dónde había guardado el teléfono? ¡Demonios! Le había dado un imán, que seguramente estaba en la heladera. Odiaba que la señora Baterwear no estuviera cuando se la necesitaba. Intentó usar la memoria. Casi se desmaya. Pero tuvo un recuerdo. El teléfono empezaba con cuatro cinco uno, cero seis ¿nueve uno? Probó. Para su sorpresa se equivocó. Es decir, era probable que se equivocara, pero, casualmente, era el teléfono de la casa de empanadas.
-¿Se arrepintió? ¿Compra? ¿Lleva? ¿Cuántas docenas?
-Disculpe, equivocado, lo siento, no compro, no llevo, ninguna docena.
Cortó y suspiró aliviada por cuarta vez, aproximadamente. Adentro de su casa no estaba la acosadora de la casa de empanadas. Lamentaba haber vuelto a tener contacto con ella y justificar, a partir de ahora, cualquier tipo de acoso de su parte. Qué lastima equivocarse así, llamar a tu acosador por equivocación. Cuatro cinco uno, cero seis, nueve ocho. Se acordó de repente. Y llamó.
-Potin Darrúa, técnico en hornos y lavavajillas.
-Soy yo. Di. Usted me dijo que podía llamarlo cuando estuviera en peligro.
-¿Qué sucedió? ¿Voy para allá?
-Por favor, Sr. Potin. Por favor.
-Podés llamarme Pot.
La media hora, o menos, que tardó en llegar en su camionetita, Di estuvo de pie observando su puerta. De a ratos se acercaba a escuchar, pero no oyó más que un par de golpes y un "Ay!", que bien podía ser del televisor. Era un "Ay!" yankee. O eso parecía.
-¿Rompo la puerta?
-No es necesario. Tengo llave.
Pot abrió la puerta con cuidado. Mantenía su mano derecha estirada hacia atrás, para que Di mantuviera distancia. En el comedor nada. El televisor apagado le llamó la atención a Di, que sospechaba haberlo dejado encendido. Se oyó un golpe que venía de la cocina. Pot pegó un salto karateka al aire. "El atún cobró vida. Tendría que haber tirado esa lata ni bien se venció", pensó Di.
-Quedate acá
Di se sentó en el sillón. Pot se acercó a la puerta de la cocina con una llave de tuercas sostenida con ambas manos. Pegó un salto y entró cual ninja. La actitud de saltar le gustaba, le daba un tinte policial a la situación. Medio cuerpo de un hombre, exactamente la mitad inferior, se encontraba fuera del horno. El resto del cuerpo se movía dentro, y golpeaba fuertemente con un martillo.
-Dejá a ese horno en paz.
Al escuchar eso Di se acercó a la cocina corriendo. Llegó justo cuando el hombre salía del horno con las manos arriba, o el horno lo vomitaba lentamente. Pot saltó sobre él, y sin soltar la llave de tuercas, le ató las manos en la espalda. El hombre levantó la cabeza y observó a Di. Silbó.
-¡El sereno! ¡Es el sereno! - se desesperó Di. Y sudó y tembló.
El acosador había sido descubierto, con las manos en la masa. Intentaba romper el horno para que Di se comunicara nuevamente con la casa de empanadas. ¿Los vecinos de abajo? Eran ellos desde hacía cinco años. Di nunca los había visto.
Por suerte el comisario comprendió todo lo sucedido y se llevó al sereno a la cárcel y prometió encontrar a la telefonista, quien se había fugado hacía unas horas.
Pot cubrió a Di con una manta, para que dejara de temblar mientras tomaba el café.
-Creo que me voy a ir.
-No quiero estar sola. No hoy.
-Ya va a venir tu novio.
-Pow... Pow va a tener que escucharme.
Pot no pudo más que sonreír. Sabía que no podía hacer más de lo que ya había hecho. La besó en la mejilla, mientras ella se recostaba en el sillón.
-Potin, antes de irte, ¿me apagás el televisor?
-Podés llamarme Pot.