Todo pasa siempre por un coso azul
Se te cayó algo azul, muy azul, del bolsillo.
No es mío, eh.
Pero yo vi. Se cayó de tu bolsillo.
Terminala.
Me lo quedo. Mirá que me lo quedo.
No es mío, así que hacé lo que quieras.
Al otro día Eduardo extrañaba a su coso azul que se le había caído del bolsillo. Por eso fue a lo de su amigo Dominique, que siempre encontraba la forma de quitarle la amargura. La casa de Dominique quedaba muy lejos de la ciudad pero Eduardo conocía el camino. Subido en su Citroën recorrió la ruta y al llegar a la puerta de la casa suspiró tranquilo al ver a su amigo sentado en su banqueta. Estaba leyendo un libro y al oír el ruido del motor levantó la vista. El brillo del sol le encegueció la mirada por unos segundos hasta distinguir la silueta de Eduardo.
¿Dónde es que lo perdiste?
Se cayó.
Dónde.
En el parque.
Lo dejaste.
Hacete unos mates.
La mujer de Dominique era sordomuda y dormía en la otra habitación. A pesar de eso hablaban bajo. Para espantar a los mosquitos habían colocado un espiral que llenó la casa de un humo oloroso. Eduardo sentía ganas de llorar entre mate y mate, por eso apuraba la cebada. Dominique lo entretenía hablándole acerca de un soldado que lo había visitado el día anterior. Un amigo del padre. El soldado no podía dormir tranquilo desde hacía años porque cada vez que cerraba los ojos se le cruzaban crudas imágenes de lo vivido en la guerra.
¿En qué guerra?
En una que estuvo él y que estuvo mi viejo.
¿Cuál?
No se. Una entre franceses y otros. Creo.
¿La franco-prusiana?
Te digo que no me acuerdo.
No. No puede haber sido esa.
Capaz que no eran franceses.
En el colegio, Nicolás les mostraba a todos sus compañeros el coso azul. A ninguno le llamaba la atención porque no servía ni para jugar a las bolitas ni para comprar golosinas. Pero la señorita Nora sí le prestó atención y puso el grito agudo en el cielo. Apretándole fuerte la oreja lo llevó a Nicolás y al coso a la oficina de la directora. Que no podía ser, que eso de dónde lo había sacado, que esas cosas no son para un chico de su edad, que iban a llamar a los padres, que tampoco se pensará lo que se cuanto.
Claramente Eduardo no lloraba por el soldado. Es que cuando la mujer de Dominique se levantó de la siesta con su camisón rallado y se acercó a su marido para preguntarle dónde estaba la pava, a Eduardo se le hizo un agujero en el pecho. Sintió como que se ahogaba. Y el maremoto de lágrimas reprimido empezó a evacuar por los bien llamados lagrimales sin poder controlarlo. Por suerte Dominique no le daba gran importancia, lo cual permitía que Eduardo siguiera con su moqueo cuasi infantil. La mujer se hizo la superada y decidió cambiar el espiral ya agotado por uno nuevo. Afuera un perro ladraba. Dominique lo hizo entrar. Ensució toda la alfombra y la mujer enfadadísima con el can y con su marido empezó a golpear a ambos con el libro que antes él leía. Eduardo lloraba pero ya sin saber qué pasaba a su lado. Extrañaba algo azul.
El camión de la basura hacía su recorrida de siempre, lenta y ruidosa. Los basureros actuaban coreográficamente bajando y subiendo del camión, corriendo hacia los canastos y arrojando las bolsas cual deporte olímpico. A uno de ellos le llamó la atención que en la gigante bolsa de residuos del colegio estatal sobresaliera uno de esos cosos azules. Se lo mostró al chofer del camión, que con un guante lo agarró y lo ató al espejo retrovisor.
De estos ya no se consiguen.
¿Lo vas a dejar ahí?
Claro, de estos ya no se consiguen.
Cualquier cosa avisame, porque me gustaría tener uno de esos.
Llevalo, lo encontraste vos al fin y al cabo.
No. Está bien. Tengo miedo de romperlo. Más de lo que está.
Gracias a la paciencia de Dominique, Eduardo pudo quedarse a dormir en su casa. Recostado en el sillón. Estaba tan cansado que no tardó en dejarse llevar por el sueño. Y se encontró allí con un soldado que corría y gritaba por sus compañeros, de nombres franceses. Detrás del soldado una tropa de prusianos se acercaba al galope. Eduardo corrió por una calle de barro, que después era una ruta, que después era el patio de un colegio. Era el patio de un colegio. La directora sermoneaba a todos con el dedo índice. Pero de repente un bocinazo y Eduardo se dio vuelta. Otra vez era la ruta. O no. Pero si no era la ruta el camión de basura había entrado al colegio y se acercaba hacia él a mucha velocidad. Eduardo pegó un salto y terminó aplastado contra el parabrisas, con su cara pegoteada en el vidrio, con sus ojos observando como un coso azul colgaba del espejo retrovisor.
4 comentarios:
hay que ser mas cuidadoso con el viagra, el bolsillo de la camisa es mas seguro para guardarlo por si a caso.
: P
Espe
ya estas en el juego !
podes mirarte !
beso grande chapi !!
El frío complica siempre las cosas. Hay que saber desprenderse de los cosos azules para no quedarse enredado y caer de un edificio de doce pisos.
Yo vivo en planta baja pero me caigo igual, y no al suelo sino al mar.
Después de leer ésto me acordé de un libro que me encanta, si querés te lo puedo prestar.
Te mando una caja con besos de todos los tamaños, pero la tenés que cerrar antes de que se escapen los males de la humanidad.
¡que estés bien!
Tenés el don de no distraerme y querer leer todo lo que escribís hasta el final.
A mí no sé por qué me retrotrajo (?) a la infancia...
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