Los abrojos de Miguel - Capítulo Uno -
Tire y empuje
No recordaba tener tantos pares de medias, pero una vez que recorrió todo su placard se dio cuenta de que sobraban y que podría donar unos a algún hospital, entregárselos a los chicos que piden en la calle o hacer títeres para un orfanato. Pero reconoció que no tenía tanta fuerza de voluntad y que en ese momento su cabeza estaba ocupada en otras cosas. Seguramente más triviales, pero al fin y al cabo el hace con su mente lo que se le canta. O eso creía.
La valija estaba lista. Sentado en el borde de la cama se fumaba lo que sería su último cigarrillo en ese departamento. Miraba las manchas de humedad como si fuese el Guernica. Nunca las había observado tan detenidamente. Intentaba buscarle formas al resultado de lo que el clima de la ciudad había dejado de recuerdo en el empapelado. Una mancha absurda que no le explicaba nada. Mientras su cabeza pensaba en la cantidad de pares de media que habían pasado por al lado de esa mancha sin darse cuenta de que pronto estaba por terminarse algo. La última pitada le hizo darse cuenta que no quedaba mucho tiempo. Miró la valija como si se pudiese haber escapado y escuchó los pasos en la puerta. Las dos vueltas de llave. El agudo entornarse de la puerta. Y los tacos.
Ema respiró el mismo aire viciado de todos los días con un extraño presentimiento. Al verlo sentado en la cama le empezó a temblar el labio inferior. A Miguel se le secó la boca y se le olvidó el discurso. Movió sus manos estúpidamente como queriendo sostener una excusa. El labio temblaba cada vez más. Los dientes chiquicheaban en la boca de Ema. Él se puso de pie y tomó la valija. No se podía ir sin hablar pero tampoco tenía el estómago preparado para saltar algún sonido que se encargara de despedir al vacío.
Ema se apoyó contra el marco de la puerta y miró el placard. Ni una media. Se mordía el labio para que dejara de tambalearse. Mientras Miguel la abrazaba se le cayeron dos lágrimas que pensó que luego tendría que limpiar. Porque pensaba pavadas para no pensar. Porque pensaba que limpiar le sacaría las ganas de llorar.
Miguel abrió la puerta y dejó su manojo de llaves en la mesa. No lo dudó mucho, ya lo tenía planeado. Se vio en el espejo antes de salir, enmarcado en ese instante huyendo sin dar explicaciones. Se sintió un imbécil. Partir era ser sincero, pero a su vez lo convertía en un criminal. Quizás ella algún día lo iba a entender. Y en ese momento ella se lo iba a poder explicar, porque él no lo sabía. Pero era el momento de dejarse de joder.
"¿A dónde?" dijo ella con el labio lloroso.
Miguel se inclinó de hombros y miró el piso. Sonrió por dentro. No le importaba la respuesta.
Ema se pasó la noche llorando con la cabeza apoyada en la mesa de vidrio. Apretaba en los puños un pañuelo verde y blanco. No tenía pensado limpiar ni una gota. No en ese momento.
Miguel empezó a caminar sin saber porqué no distinguía entre si era un cobarde o un valiente.
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